Aunque, metáforas aparte, no me devolví a mí mismo, sí que lo hice sobre los zapatos e indirectamente sobre los pantalones. Tampoco tenía pañuelo alguno y me limpié como pude. Casualmente, el mismo día que decido ponerme guapo y darle un homenaje a mi público femenino. Por suerte, ya era el ocaso de la noche y todas las bragas estaban mojadas.
El caso es que, al torcer la primera esquina nada más iniciar el camino a casa, me encuentro con la típica chica de círculo cercano con la que ha habido algún intento de acercamiento infructuoso. La clase de chica de físico demoledor, gusto exquisito y delicadeza admirable. Esa misma. ¿Y sabéis qué hacía? Enrrollarse con un nerd. De esos salidos de la NEO2 con sus gafas de pasta y su estudiada pinta de fracasado lamentable. Oh, sí. Esta es la clase de contexto social al que adoro exponerme después de potar.
Volví sobre mis pasos, cogí fuerzas (no estaba yo en ese momento preparado para fuertes impresiones) y pasé al lado de ambos sin ser percibido. Y, en efecto, aún con una extraña sensación en el cuerpo.
Lo curioso es que, en vez de maldecir mi suerte y clamar por la injusticia del mundo hacia mi persona, intenté ponerme en sus pieles. Él, a pesar de la apariencia forzada, me consta que está más jodido que yo. Ella, a pesar de poder hacer el mundo suyo con un gesto, me consta que tampoco lo tiene planteado fácil.
Y pienso: Quizá un tipo como él jamás en su vida haya estado con una mujer como ella. Quizá ella vea en él la persona que la ayude. Al fin y al cabo, yo tengo más reputación y reconocimiento que la mayoría de mis congéneres, quiero encaminarme hacia cosas grandes. ¿Quizá yo merezca una mujer aún mejor que ella? Quién sabe.
Y así convertí la nausea en gloria. Abrazando a mi mujer imaginaria y brindando con agua del grifo por todos los sueños que se cumplen.
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