Agustín se levanta pronto hoy, porque es un día especial. Desayuna, hace ejercicio, elige su traje y todas sus cosas. Busca entre sus bragas favoritas y las pone sobre la cama. Elige las de color rosa, porque hoy es un día especial. Hoy tiene cita con el urólogo.
A pesar de su alegría y entusiasmo ante tan señalado evento, Agustín tiene un cierto temor. Algo de miedo incluso. Las últimas visitas al urólogo fueron un poco... un poco así, de aquella manera. Conflictivas. Inconcluyentes. Vergonzosas.
Agustín va mucho al urólogo porque tiene un problema. Y nada más. El pobre no entiende porqué le acaban echando siempre de todas las clínicas y consultas cuando su frecuencia de visita resulta sospechosa. ¿Sospechosa de qué, maldita sea? Agustín solo es un ciudadano más.
Ya está en la sala de espera. Agustín, nervioso y excitado. Impaciente. Quizá esta vez resuelva su problema. O no. Será como las otras veces, seguro. Un esfuerzo inútil. Al ser tan apocado, siempre le cuesta explicarse, o incluso defenderse, cuando no le entienden. A veces se siente un poco "tierno" antes esas situaciones. Echa en falta algo más de decisión y de ¿masculinidad? Hay ciertas preguntas que Agustín prefiere no hacerse.
Aunque bueno, no todo está perdido. Agustín es persistente. No tiene más remedio, su problema le acucia una solución. Y algún día la conseguirá. ¿Quizás hoy? Ay, qué nervios tiene.
Entre esa maraña de pensamientos, emerge una voz que le anuncia su turno. Pero no es la habitual voz ronca y tosca de doctor amargado . Es grácil y suave. Extrañamente cándida. Deseadamente cándida. En el umbral de la consulta, lo más insospechado. Una mujer. Una uróloga ¡Una mujer uróloga, demonios! Esto lo cambia todo... ¿no?, ¿o no?
Agustín entra. Se sienta. Ellos hablan sobre su problema. Es un dolor algo indefinido e intermitente... en el recto. Tras los tanteos convenientes sobre la dolencia, la doctora llega a la conclusión de que tiene que practicarle a Agustín un exploración rectal. El pobre y apocado Agustín, nadando en sudor y nervios.
Se baja los pantalones. La doctora no parece impactarse por sus bragas, cosa que a Agustín sí le resulta extraña. De pié, con la mano de la doctora convenientemente enguanta y lubricada. Ella comienza la exploración. Y una flor se abre en el interior de Agustín.
El mero contacto del gel ya lo eleva, pero la progresión fría e indiferente de la doctora por su tracto rectal le produce un orgasmo francamente difícil de ocultar.
Agustín, jadeante y con los ojos cerrados. Ya está. Ya lo ha conseguido. El problema de Agustín, ya se ve, tiene una cura complicada. Él lo sabe, pero la pasión es la única esclavitud que todo hombre debe amar, a pesar incluso de la dignidad propia. A pesar de la propia imagen, y de cualquier otro prejuicio que te frene. Esa si es una esclavitud fea. Agustín también sabe eso, y por eso está ahí. De pié, con bragas rosas bajadas, saciado en su sed, suspirante y temeroso de afrontar la inminente realidad que hay tras sus párpados cerrados.
Y abre los ojos y ¿sabes qué? Allí está ella, la doctora, con el dedo metido por el culo de Agustín. Y le sonríe. Y le agrada. Y le comprende. Y todo es tan abrumadoramente mágico que incluso Dios debería bajar a poner orden en el Universo, irrealmente perfecto por un instante.
Agustín sabe dónde está. Sabe lo que está pasando. Y no creas que se equivoca cuando una inmensa masculinidad y confianza estallan en él, dejando atrás todas las dudas y pesares. Él es un hombre. Ahora lo sabe. Ahora sabe que siempre lo ha sabido. Y es ahora la grácil uróloga la que lo sabe cuando Agustín la estrecha entre sus manos y la besa.
FIN.
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